lunes, 13 de agosto de 2012

Dos horas de espera en la estación


¡Oh, no! Ahora tendré que esperar dos horas a que salga el siguiente autobús. Si hubiera salido un minuto antes habría llegado justo para cogerlo a tiempo, pero la vecina me paró al salir de la casa de mi madre para preguntarme por mi gato -que anda algo enfermo- y no tuve más remedio que contestarle. Al fin y al cabo, Manuela se preocupa mucho por Pitufo, es muy lindo y cariñoso con ella cuando viene de visita a casa. Es una buena vecina, pero ahora tengo que esperar dos largas y aburridas horas en la estación a que llegue la hora de irme en el autobús.
Miro el reloj con impaciencia y deseo con fuerzas encontrar algo interesante para hacer durante el tiempo de espera. Odio las estaciones de autobuses. Nunca sabes qué hacer ni sabes a cuánta gente conocerás. Siempre encuentras a alguien que te cuenta su vida o el motivo de su viaje. Por eso, estos lugares tan transitados por tanta gente, llenos de bullicio y caos nunca me han gustado. Sólo hay gente con prisas corriendo de un lado a otro, caras largas de aburrimiento y miradas al frente que parecen observar pero sólo están anonadadas. Hoy puede ser un buen día, quizás conozca a alguien interesante o quizás me aburra más que una ostra. No desesperaré.
Paso varios minutos sin saber qué hacer. Pregunto si existe otro autobús que me deje en un pueblo cercano y haga conexión con mi destino, pero nada. Mis ganas por llegar a casa son enormes y van aumentando cada vez más por el calor incesante. Pero no hay otra opción que esperar. 
Me compro una revista sobre psicología, uno de mis temas favoritos. Este número habla sobre la química y el amor. Mmmm…el amor. Me encanta. Últimamente el amor es un tema que me interesa, quiero saberlo todo sobre este maravilloso sentimiento que desde hace varios meses recorre mis sentidos. Poco a poco voy sumergiéndome y evadiéndome del bullicio de la estación adentrándome en los reportajes y consejos para ser feliz con tu pareja. Pero, ¿por qué me interesa tanto el amor? No lo entiendo. Será porque llevo seis años casada y mi matrimonio no está pasando por su mejor momento. Lo utilizo como forma de evasión o quizás es una llamada de atención de que algo no va bien. Nunca antes hasta ahora había considerado la opción del divorcio. Dejo mi mente en blanco por unos segundos.
Ahora miro a mi alrededor, sólo veo gente sentada en los bancos separados entre sí como si tuvieran miedo a tocarse o quizás por algún motivo que, en realidad, ni ellos mismos saben. Advierto que cada persona está en su pequeño mundo, unos escuchan música, otros miran el reloj cada cinco minutos, otros hablan por teléfono, otros leen libros o revistas, otros beben agua –como para no beber con 40 grados de temperatura ambiente- o simplemente observan a los que pasan por su lado. No hay sentimientos, no hay conversación entre ellos. Quizás muchos prefieran aislarse en su pequeño mundo y no hablar con nadie. Tendemos erróneamente a pensar que si alguien que no conocemos nos habla con total naturalidad o nos cuenta su vida, está loco. Pero no nos hemos parado a pensar que quizás esa persona está sola en el mundo y necesita que alguien le escuche o conversar durante unos pocos minutos.
Vuelvo a poner la vista en mi revista mientras olvido de nuevo que estoy en medio de una ruidosa estación de autobuses con un calor que derrite. De repente, escucho la voz de un hombre pidiendo ayuda que grita con desesperación a otro hombre que se queda perplejo a su lado y se marcha sin mediar palabra. Observo incrédula la situación. No doy crédito. Los viandantes que pasan a su lado no se paran ni un minuto para contestar al pobre hombre que tan sólo quiere saber cuál es el autobús que tiene que coger. Inexplicablemente me quedo parada, no sé qué hacer. El desesperado hombre va acompañado de una mujer que, como él, es ciega. De repente, me viene un flash. Recuerdo que hace mucho tiempo, puede que años, viajé en el mismo autobús que esta pareja. ¡Qué cosas tiene la vida! Me acerco sin dudarlo y les digo que están frente al autobús que buscan pero que el conductor aún no ha llegado. Me limito a tranquilizarles. Cuando llega el chófer les conduzco hacia la puerta del autobús y me agradecen enormemente el gesto. Miro a mi alrededor. Nadie parece haberse percatado de la situación. ¡Qué mundo tan egoísta!
Ahora, mi evasión con la lectura de consejos amorosos cobra mayor vida. Ya queda menos para que salga mi autobús. Nueva interrupción. Un hombre de unos sesenta y cinco años se sienta a mi lado rozando su hombro con el mío –algo que me parece un poco incómodo, dado que es un desconocido- pero no le digo nada. Nada más sentarse, intenta entablar conversación conmigo y dejo de leer mi revista por respeto. Parece un hombre amable, me hace preguntas y yo le respondo cortésmente. Durante diez minutos intercambiamos visiones de la vida. Después, se marcha a casa. Me dice que sólo había venido a preguntar por unos horarios, me desea buena suerte en la vida y se despide. ¡Y pensar que al principio pensé que se trataba de un loco! Primeras impresiones, qué malas son.
¡Es la hora! Me apresuro a comprar el billete y me siento entre los últimos sitios del vehículo. Miro por última vez desde el cristal la estación de autobuses como un cruel espejo de la impersonalidad, individualidad y sociedad de masas que no concibe a los demás como objetos llenos de valor. Me pregunto en qué pensarán aquellos que permanecen sentados, cabizbajos, mirando hacia ningún lugar… Me da la impresión de que se pierden todo un mundo de experiencias. Un día o unas horas en aquel lugar de tránsito humano puede aportarnos mucho, sin duda.
Por fin, llego a mi casa. Llamo a mi madre por teléfono para decirle que he llegado. Pienso en lo intenso que ha sido el día antes de echarme en el sofá a dormir un rato. A partir de ahora no me importará esperar unas horas en la estación de autobuses. Nunca se sabe qué interesante historia te puedes encontrar detrás de cada rostro, de cada persona que está esperando al autobús que le lleve a su ansiado destino. Cuando vuelva a visitar a mi madre le daré las gracias a mi vecina Manuela por haberme entretenido aquella mañana, porque, sin ser consciente, ese día -que comenzó con tropiezos- sólo fue un desafío más para aprender que las pequeñas cosas que nos encontramos a lo largo de nuestra vida son las que nos hacen más felices y humanos.